«La tierra no es un regalo de nuestros padres, sino un préstamo de nuestros hijos”. Esta antigua sabiduría, presente en tantas tradiciones y reflejada en la literatura de quienes supieron mirar al campo con hondura, como hizo don Miguel Delibes, nos recuerda una verdad esencial: la tierra no nos pertenece, la heredamos para custodiarla. Y este verano, marcado por los incendios, hemos comprobado con dolor cuánto nos queda por hacer en ese deber de cuidado.
No solo se han quemado montes y explotaciones; también se ha herido el alma de nuestros pueblos. Quien ama la tierra, como lo hicieron nuestros padres y abuelos, siente esa pérdida como propia. Y sin embargo los agricultores y ganaderos, una vez más, han demostrado que son la primera línea de defensa del territorio: ayudando a sofocar las llamas, aportando su maquinaria, compartiendo paja y pienso con los que lo habían perdido todo. Es su vida. ¿Cómo no la van a defender?
No sé qué tiene que pasar para que, de una vez por todas, la sociedad y los legisladores se den cuenta de quiénes son y del valor que tienen. Cuidar de nuestros agricultores y ganaderos es cuidar de nuestra tierra, de nuestros pueblos, de nuestro medio ambiente, de nuestras tradiciones… ¿Sigo?
No es momento de señalar culpables ni de alimentar enfrentamientos entre comunidades autónomas y Gobierno central. Lo vimos con la DANA y lo hemos sufrido ahora con los incendios: España no puede arder mientras quienes deben liderar se enredan en competencias y discusiones. Liderar exige humildad, ejemplaridad y la voluntad de estar a la altura de lo que está en juego. No se puede estar buceando mientras arde España.
Pero la vida sigue y el campo no se detiene.
Terminó la cosecha de cereal y ya está en marcha la sementera. Queda por delante la recolección de la patata, el tomate, la vendimia, la remolacha… Siempre hay tarea en un país que produce durante todo el año. España es, de verdad, el país más rico del mundo gracias a sus agricultores, ganaderos, la industria y a toda la cadena de valor que transforma su esfuerzo en alimentos de calidad.
Comienza un curso nuevo y, si tuviera que pedirle un deseo a este nuevo año agrícola, sería que sigamos avanzando en el reconocimiento y valor del origen. Quizá sea tiempo de dar un paso más: decirle al consumidor que, al comprar un producto, no solo adquiere sabor y trazabilidad, sino también justicia. Que ese alimento ha sido rentable para quien lo produce y que, con su compra, está contribuyendo a sostener la vida en el campo.
El futuro nunca es seguro. Pero sin incertidumbre no habría ilusión, ni fe, ni la fuerza de seguir sembrando aun sin saber qué traerá la próxima campaña. Esa es la enseñanza del campo: sembrar es creer en el mañana. Y esa fe, renovada año tras año, es la que mantiene vivo a todo un país, al menos al nuestro; el que trabaja cada día para salir adelante.
Seguimos.